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lunes, 30 de marzo de 2015

Mis palabras.





     He caminado esta mañana sobre las aceras desbordadas de la ciudad. Estaban sucias de una mugre parpadeante. De pronto me sacudió un cansancio que provenía de dentro, como una dentellada atacando al costado. Me detuve entonces en una cafetería y escribí esto en los márgenes mordidos de un libro, apuntalado sobre la mesa, empentado contra la arista, letras sobre los espacios angostos como pisadas sobre las aceras del amanecer. El ensueño, el mundo, caben oblicuos en el trazado de esta habitación. Tengo que aclarar que he sido reclamada por la adversidad, que he adelgazado más de lo conveniente y que he sido confinada a la quietud de esta estancia. Esta inmovilidad me hace prisionera y me suspende en el tiempo, y me hace asistir o protagonizar el ensueño de que ando en las mañanas por las aceras, esta inmovilidad, digo, que me traspasa, que todo lo niega y por ello me hace capaz y osada, esta inmovilidad, repito, es el comienzo de mi vida en otros territorios circulares e infinitos que alimentarán y extraviarán mi imaginación sin salir siquiera ni dar un paso más allá de esta sala. Sólo podré robar cada vez más ángulos a lo que se adivina tras la ventana. Ahora estoy en otra parte ya. Los minutos han goteado lo suficiente, los días tardan en llegar desde hace dos semanas y más tardan en irse. El tiempo tiene la relatividad de los colores, mis ojos se balancean por los estantes abarrotados de libros: estoy en mi improvisada sala del destierro, reconcentrada, perpendicular, exacta, irremediable ante un espejo hondo que no deja de conjugarme. Me queda el placer de la lectura, una lectura continua que refuerza de forma permanente mi fascinación por todo, por la resonancia de las palabras, por la textura de ese tejido infinito, el mundo que desprecia los límites con desafíos, todo lo que impulsa el alma con esa contumacia zoológica  de lo ineludible. La alquimia. La ilusión tenaz que hará mía la capacidad para equivocarme y rodar desde este rincón en el que tejeré y destejeré la literatura y sus recodos, puerta que se derriba a las luces más intensas que puedan anegarme de presente, de pasado, de futuro, de laberinto. Concluyo así, desde este pedestal extático, que es lo que nunca se intenta lo único que no tiene ni un atisbo de ser. Voy a encontrarme fuera, voy a encontrarme, una vez y otra, con la ilusión que supone el no saber ni temer, por más que las sombras se concreten y se aparezcan temibles. Y observarás las similitudes con tu actual condición  de encerrado. Voy ahora, por fin, a conquistar un buzón de correos para que te hagan llegar mis palabras. Laura. 

viernes, 27 de marzo de 2015

Tus palabras.





    Tratando de abrigar mi alma de una cierta tormenta metafísica, me encontraba agazapado en un rincón de mi celda, cada día más sucia y cada día, sin embargo, más acogedora, cuando oí rechinar los goznes de la puerta -de forma ignominiosa me niegan el lubricante para, según dicen, mantener esa estética del sonido tan necesaria en mi situación de encerrado y sometido a frecuentes sobresaltos- y yo, semioculto detrás de esa mugre hedienta que se va acumulando tras las cortinas de arpillera, di un respingo y, oh, sorpresa, la empercudida mano del guardia sostenía entre sus no menos mugrientos dedos un sobre, tipo carta, mancillado por la presión e incluso el aliento lobuno del mensajero. Fue lo primero y único que vi. Me arrojó el sobre con movimiento de remolino y, abierto ya, vino a  depositarse a mis pies descalzos, donde, gratamente, reconocí tu letra en dos palabras. Miré la puerta y vi desaparecer la mano tras el ruido del portazo. Sigo sin saber qué me empujó a este rincón, un poco carcomida la cordura, un poco roído el pensamiento por esta desidia de los días tan semejantes, quizá para desentumecerme de algunos juramentos, acaso para escapar de este insondable abismo sin vida que me succiona. Extraje con avidez la cuartilla y comencé a leer esas palabras tuyas en donde observo que contemplas con lucidez, y me emociono, y veo como una chispa invisible que crepita y me envuelve tu mensaje analgésico. Y de pronto, el deseo irreprimible de escribir, de enviarte a mi vez esa dosis de chispa crepitante, una de esas dosis de turbidez  que actúan con claridad artificial. Yo querría contarte de viajes imposibles, siendo los más imposibles los soñados, y entre los soñados, aquellos que gozan de la mayor impunidad, pues en ellos alteramos sin riesgo alguno todas las circunstancias que nos oprimen, aunque sean contra los demás, y nos veamos obligados a matar, degollar, forzar, violar, cometer magnicidios, adelantarnos al tiempo y siempre, en todas estas tareas, salir incólumes, con apenas un rastro de sudor y una sonrisa inquietante que dé fuerza y vigor a todos nuestros actos. Penetrar otros territorios, imposibles también, no menos que el mismo viaje, territorios  en donde se pudiera jugar a la posibilidad de un tiempo en círculos en el que yo alcanzase a ser todo lo que deseé alguna vez, y luego poder mostrártelo satisfecho, Mira, mira lo que soy, Laura, lo que he conseguido sembrando ideas y cosechando arquitecturas literarias que van a asombrar al mundo, mundo que yo desdeñé con mi peculiar sentido del desprecio hacia la humanidad. Y tú contemplarías esa joya pequeña, acaso sin dejarme subir al coche, temerosa  de esos segmentos demasiado arriesgados, aliviada al saberme aquí, desvalido, sensatamente confinado en esta celda en donde, desde hace tiempo incontable, me mantienen a pan y agua, torturado por mis propios pensamientos, la mano del guardia y los goznes de la puerta. Es mi inocente serenidad.

viernes, 17 de octubre de 2014

El mensajero y su noticia.














           Me comunican que falleció un familiar, de repente, me dice el mensajero adoptando un aire solemne, tan de repente que no pudo prepararse espiritualmente para tan largo viaje, ni avisar, ni despedirse, ni decir adiós, y avanzó unos pasos hacia mí para, inopinadamente, desviarse a un lado, de tal forma que el guardia, inmóvil y patiabierto junto a la puerta, sujetando la lanza con la mano derecha mientras la izquierda colgaba ociosa del pulgar insertado en el cinturón -observé-, balanceó los ojos de manera burlona dentro de sus sucias cuencas. Prosigue su fúnebre alocución exclamando ¡con la cantidad de verano aprovechable que aún queda! Y luego ronronea una serie de palabras que forman frases apenas audibles y como si los vocablos se le parasen en los labios tratando de mantener una tensión que a mí me estuvo provocando serias repugnancias un buen rato. Actúa y habla como si se tratase de un minero del conocimiento, extrayendo esos lugares comunes  tan afines a estos penosos momentos de forma trabajosa y tenaz, acaso pensando en mi consuelo. Al fin me da la espalda y clava sus ojos en el suelo, sucio y en un estado lamentable, como es habitual aquí, cayendo en un embarazoso silencio que, sin embargo, me permite reflexionar a mí. Ignoro quién es el portador de esta lúgubre noticia, pero calificarlo de cretino no resulta descabellado, y no me agrada su perorata tipo no somos nadie ni su lenguaje corporal ni ese hedor rancio que desprende al desplazarse por la estancia, y sospecho que al guardia tampoco, es más, estoy convencido de que el guardia, ahora penosamente ensimismado en algún pueril pensamiento, en esta ocasión admitiría conmigo la necesidad de apalear a este sujeto, y coincidiríamos en sumar nuestros esfuerzos para macharcarlo a palos, para enmudecerlo partiéndole la boca y luego las piernas para impedirle danzar más de esa forma ridícula y, finalmente, subirlo a la alta torre norte y desde allí arrojarlo al foso y servir así de alimento a los carroñeros. Está bien provisto de lorzas, y el brillo sonrosado de sus mofletes indica sin duda que sus carnes y osamenta deleitarán bien a los comensales. Tengo que declarar que mi universo de interpretaciones es infinito, como finita es esta celda y es este establecimiento en que me tienen retenido y sin expectativas de futuro, por lo tanto, pretender aniquilar a este imbécil no se me puede reprochar por los hombres, ya sean jueces o religiosos, y que, el cualquier caso, mayor pena y condena que la mía ya es imposible. Es mi inabarcable y misteriosa grandeza, me digo. Así que, en cuanto haga un guiño de connivencia al guardia emprendemos la tarea, sin más dilación.

domingo, 9 de febrero de 2014

El botón y otras cosas.



Advierto, como si fuera la primera vez, que todo está  relacionado con lo que alguien llamó la mordedura fatal del tiempo, y tal vez, de igual modo, con  el a veces indeterminado espesor de las cosas, y lo advierto en el preciso momento en que, agachado, palmeo el suelo sucio y pegajoso de la estancia tratando de palpar el botón de la camisa que acaba de desprenderse de un puño. No sé qué camino habrá tomado, en esta poca luz cuesta descubrir los objetos, cuanto más éste, pequeño, fastidioso, y aunque sé con certeza que el guardia posee una vista prodigiosa, y sé además con la misma certeza infalible que a él la mordedura fatal del tiempo se la trae al pairo e incluso estoy convencido de que el espesor de las cosas le importa un pimiento, no le voy a pedir ayuda, porque sé, y he llegado a esta seguridad alucinante y ulterior, que estaría dispuesto a concedérmela, y hasta derrochando una benevolencia extremadamente arcana, y sin duda hallaría  el botón y me lo mostraría jovial, dibujando una sonrisa en su aparatoso rostro de mercenario, una sonrisa que ha dejado de ser pueril para convertirse en estulta, sobre la palma de su mano, mano que tantos niños ha estrangulado, manchada de sangre, que ha experimentado el terror mientras se les escapaba el alma a sus víctimas, mano que ha simulado engaños, con la que ha comido y bebido y con la que cada día retira los restos de heces de su ano y luego se restriega los ojos, y más tarde, cuando la vejiga le aprieta, agarra su pene pringoso para dirigir el chorro de orín hacia cualquier muro de este establecimiento carcelario adoptando un gesto emaciado, asaz repulsivo, tanto que, en ocasiones que ha meado aquí mismo, he sentido la necesidad de que me devuelvan a la nada, o más allá de lo posible y sea honestamente concebible, así que no le voy a conceder ese pequeño placer altruista. Por lo que, en los próximos minutos, me dejaré morder por el tiempo mientras me afano solo en la búsqueda del útil botón puñetero, escaso de espesor, y de esa manera burlaré eso que, en ocasiones, e indebidamente, se llama tedio.
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sábado, 8 de febrero de 2014

Renovación.




Vencido por el sueño, como cada no sé cuántas horas, porque aquí las horas, como ya advertí una vez a los que me escuchan, que son menos y menos según pasan los días, no se miden igual que se miden fuera de estos altos muros, impracticables, de albayalde teñidos, digo, y por tanto, no están sujetas a un ritmo comercial ni ofrecen ese descanso que  tanto halaga a cambio de la fatiga -yo, he de reconocer, ni siquiera me fatigo-, cerré mis ojos y soñé con un paisaje de bosque quemado por dentro, con una pérdida constante de no sé bien qué, y es por eso que ahora, nada más salir de las brumas, antes de que el hediento guardia acuda hastiado de sol y calor a mi celda con el pan y la leche agria de ayer, me apresuro a anotarlo todo en mi memoria, colores, olores, sonidos, reflejos, huellas, pausas del tiempo y puntos del horizonte, entre otros etcéteras que ahora no podría enumerar por no detenerme en mis urgencias y fijarlo todo bien en la intensa longitud de tus piernas para contártelo así, ufano y extendido luego desde la punta  de tus dedos hasta el final obscurecido de las ingles. Porque para pensarte, y más aquí, en esta estancia lúgubre, húmeda, angosta y por tanto insalubre, se necesitan superficies largas, cálidas, y a veces ciclos circulares que se alimentan y se pierden y que a veces se quedan flotando entre los parpadeos y que otras -veces- nos van robando cada vez más el ángulo de la espalda. Urde las imaginaciones, conjuga la invención de dos perfiles juntos hasta que, oh, llega el guardia  cabrón e inunda con su presencia y ahoga, cuenco de leche agria en mano, chusco de pan roído de ratas bubónicas y, entonces, lo que te narro desde aquí se zanja con la censura de su mirada oblicua. Que se vaya, que  cierre la espantosa puerta oxidada ya, que se larguen los eunucos, que dejen las luces apagadas para evitar el mareo y el vómito, que arrastren la podredumbre bajo sus pies costrosos, infectados de hongos, que viertan el tiempo desacompasado por los corredores de la fortaleza, que, a ser posible, tras el portazo, el guardián, sucumba a un síncope o tropiece con el vértice de una piedra y se abra la cabeza de tal modo que sus sesos se desparramen por el piso y entonces huyan las sombras verticales y un rayo de luz limpio y poderoso entre irremediable y devaste tanta inmundicia depositada en los reinos. Pero me temo que el invierno, como este deseo mío, me está mintiendo, porque está hecho de fragmentos.
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viernes, 7 de febrero de 2014

Te escribo.


El guardia, de espaldas a la puerta metálica, cerrada, que hace de barrera, ronca balanceando en el aire su fétido aliento de estrangulador de niños, entretenido el sueño en sórdidas volutas de herrumbre, y es cuando yo, infeliz preso de circunstancias inenarrables, me agarro a esa paz inestable y que se incorpora cada noche para no permitir mi  extravío definitivo. Comienzo a escribirte, nocturna la hora en que seguro ya duermes, revestido por los hálitos amargos de las malagueñas que Diego Clavel desgrana indecoroso desde las fauces de mi memoria. Se me estremece la garganta. Vienen esos cantes con una brutalidad sencilla que me desarma; me toma de las solapas algún sentimiento ciego imposible de controlar, que habita dentro del hueso, y me golpea contra unos muros impracticables, los muros de esta celda primero, los del recinto luego, los del mundo finalmente. Una sencillez que de tan simple escapa, como aquel beso primero con rumor de lengua que nos dieron, tanto conjeturado, de una sencillez después tan desarmada. Dan ganas, en los finales inabarcables de un quejido que parece que nunca podrá agostarse, dan ganas de pedir clemencia o piedad, una caridad de urgencia, no para el mundo, no, pedirla para nosotros dos solos que tenemos las manos  tan expuestas a la luz, fuera de todo el  refugio del cuerpo, y en esta hora tan terriblemente aprestada para una caricia que se agrupa sobre el aire. Nosotros, que no tenemos a dios, que no podemos desprendernos del veneno de mirar y de la rabia... Y el dolor emocionado que no es nuestro, que es memoria que no debería pertenecernos, viene a lamernos los pies, a tenderse -escaldando- como un perro viejo y  cansado. Puto ronquido del hastial del guardia que ofende estos sensibles, para mí, acostumbrado a la briega embrutecida, pensamientos. Continúo escribiendo, como si hubiera papel y tinta manuscrita en esta carta, en esta noche de  transparencia voluptuosa, después de pasearte sin desconfianza en la mañana, por la media luz despierta de las sábanas tratando de encontrar un orden imposible para las fichas de un puzzle que tanto tiene, al que tanto falta... Yo no tengo quien por mí llore/ ni quien por mí pase pena./ Será un toque de  campana muy triste/ que doble cuando yo muera. Yo, que acostumbro a vestir de almidón las palabras, para que sepan humanas: qué hago con estas voces, pero qué hago también, en momentos de ayer y hoy, contigo. Porque está ese pozo abisal de belleza sin pulir, básicamente sublime, primariamente indecoroso. Puto ronquido del guardia desdeñoso, terco en recordarme su presencia y la náusea del exterior y que me empuja a vivir en el disfraz para esquivar el rasgar continuo que ya supura. Y sin poner un pie en la iglesia.
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martes, 11 de junio de 2013

El jilguero.





 Llevo un tiempo aburrido, esta celda no es lo que se dice un sitio muy transitado, apenas uno o dos ratones   que muestran cada vez toda su desconfianza, media docena de cucarachas veloces y poco receptivas, insectos voladores sin pizca de consideración con mis ansias comunicativas, las arañas que penden al acecho en las esquinas y, cómo no, el guardián que me custodia, no muy diferente a los bichos mencionados. De modo que mi existencia queda reducida a permanecer conmigo mismo la casi totalidad del tiempo de que dispongo, que es mucho y monótono, cosa que no podrían decir, por ejemplo, los payasos del circo o los albañiles, aunque sí los jubilados del parque, cualquiera sabe. El caso es que el aburrimiento conduce, sin duda, a cometer muchas y atroces estupideces porque no, a veces, se sabe controlar. No desesperar cuando uno es asediado hora tras hora, día tras día, incluso semanas o meses enteros por la plaga del tedio es lo que diferencia a un hombre cabal de uno cretino. Y yo soy un hombre de los primeros, motivo por el cual me hallo aquí confinado estrechamente y acaso ya de por vida o tal vez hasta que éstos que me observan consideren cualquier otra veleidad para mí y que, en cualquier caso, sólo vendrá a empeorar las cosas. Pero no desespero, tal es mi capacidad de resistencia ante toda adversidad, y tal es mi desesperanza que ya, acunado en ella, concibo toda mi existencia y armo la totalidad de mi devenir. Soy riguroso, por ejemplo, me he prohibido hurgarme la nariz con los dedos si no es por urgencias que escapen a mi pensamiento; también dejarme llevar por sentimientos derrotistas o que abriguen mi deseo, largamente alimentado, de convertirme en un ser cuyo único objetivo sea el odio. Es muy fatigoso el odio, aunque comience fácil, como el vino dulce es, y muy atrevido, luego ya no tiene solución. Ojo con el odio, me digo, me dije siempre a pesar de todo, y eso que mis captores acaso se lo merezcan. En fin, me digo, prefiero yo ser mi propio tirano. Hace unas líneas ya he dejado de aburrirme, casi he comenzado a divertirme, y, figúrense, ya me está resultando un fastidio, un elemento agotador ese simple hecho, así que voy a emprender un silencio que seguramente resultará largo y penoso, cautivador para mí. Por cierto que, de manera desalmada, he solicitado, mediante nota manuscrita, me sea concedido un deseo: la presencia en mi estancia de un jilguero domesticado y dos kilos de alpiste. Mutable que es uno.

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viernes, 5 de abril de 2013

Parte segunda.

Cruzo el puente, sin duda romano, de un solo ojo, cansado, escéptico, periférico mirando las opulentas montañas que cobijan el pueblo y que llevan extinguiéndose decenas de miles de años como si nada, recubiertas de árboles, y entregado a la idea de ser un hombre olvidado. Veo un niño a lo lejos que camina hacia mí, como si no hubiera otro camino, y lleva una caja de zapatos en las manos. Yo era un niño al que le gustaba apoyar la espalda en las estufas calientes, dijo Simon Tanner Walser, y también que la madurez vuelve infame y egoísta a la gente, anda que no, dije yo. Al acercarse a mí le pregunté al niño qué llevaba dentro de la caja, se lo pensó antes de contestar y habló, Un pájaro, voy a soltarlo desde el puente, tuve un sueño, señor, y en el sueño vi que los pájaros tienen que procurarse su libertad por todos los medios, y yo seré el medio, porque éste no es mi pájaro. Qué hablantino el niño, pensé. Y acezoso continuó su camino y yo lo sigo con la mirada y contemplo cómo mientras atraviesa el puente lo envuelve una alegría alrededor de los pies y cómo se detiene en medio y abre la caja de la cual sale una sombra rauda y alocada que se desvanece en pocos segundos tragada por la distancia. Este niño ha abierto su alma a la virtud. Me atrevo a continuar adelante, desprovisto ya de toda resistencia, con la idea de ver semejantes en grupo, afanados en cualquier cosa, con el deseo de pasar desapercibido y tomar nota, me adentro por una callejuela obscura y fresca, deshabitada pero que da, sin embargo, a una plaza de concurrida sumamente animada, con una terraza de bar donde se halla reunido un festivo grupo de gente que grita con hilaridad y despreocupación. Llevar tanto tiempo recluido y confinado en la estrechez de mi celda me habrá provocado algunos daños sensoriales, supongo, porque allí dispongo de tiempo para muchas cosas pero para otras, las que algunas veces anhelo, no dispongo de ningún tiempo y eso ahora me impide participar y descubro que se me ha escatimado ese placer único que es el de las relaciones humanas, aunque éstas, en ocasiones, no sirvan para nada. O peor, sirvan para meterse en líos. Es imposible no sentir cierto desprecio por algunos seres humanos, todos acaban haciendo alguna mataperrada alguna vez. Y no lo respetan a uno como debiera ser, yo, por ejemplo, sólo soy respetado por una única persona, yo mismo. Me alejo hacia una esquina con la parsimonia del observador y observo cuerpos femeninos y trato de imaginarlos temblando de excitación. Desde luego, tengo daños atrasados, y entonces dudo de si mi condena me ha impedido realmente arrancarle sus encantos a la vida. Pero no puedo detenerme a pensar en eso ahora. Estiro mi brazo y lo recojo en un movimiento circular para mirar la hora en mi reloj japonés. Qué inconmensurable es el tiempo.






sábado, 9 de marzo de 2013

La salida. 1ª parte.

 




    Agotado por el despliegue de imaginación y el abrumador aire puro circulando por mis pulmones, regresé. Ni por un momento se me ocurrió desertar, poner tierra de por medio, despistar a un posible perseguidor con la astucia que me caracteriza aprovechando la sutileza de una esquina, la penumbra de un recoveco o la sencillez de un precipicio. Tengo, algún día, que desarrollar este asunto. Y ahora estoy aquí, de nuevo a buen recaudo, dispuesto a narrar mis sensaciones para, de alguna manera, amarrarlas a mi memoria y así, cuando pasen los años, infatigables ellos, tiranos e implacables, echarles mano como absurdos argumentos egagrópilos y no sé si reversibles. Todos estos detalles, y otros reiterativos, se irán desmenuzando apenas, por pura y vagarosa actitud mía, más próxima a la consistencia de la espuma que a la fragilidad del jabón. Razones no me faltan y digo, nada más alcanzar las afueras, extramuros digamos, percibo, con un mohín necio de mi nariz, que no hay cambio brusco alguno en mi pensamiento, no encuentro diferencia entre estar dentro y ahora fuera, no así en mis ojos, que son casi verdes, que, de repente, se deslizan hacia el horizonte a través, por decir algo, de una estrecha carretera, seguramente comarcal, por la que circula un viejo hacia mí en bicicleta, pedaleando de forma lenta y esforzada. Si pudiera desdecirme, diría que de forma estúpida y ridícula. Lo primero que se me pasa por la cabeza es, una vez esté a mi altura, empujarlo con decisión e ignominia, arrebatarle la bicicleta y lanzarme con ella cuesta abajo con una sonrisa maligna dibujada en los labios. Imagino al viejo tumbado en decúbito supino sobre el arcén, tratando de recuperar un escorzo hostil y desafiante alzando un puño, con cara de absoluta estupefacción y dispuesto a cubrirme con toda suerte de improperios. Pero desisto en el último momento, lamentablemente, cuando caigo en la cuenta de que no sé pedalear, mi padre nunca me regaló una bici. Desde entonces le guardo un rencor secreto. Aún así, no me abandonaron del todo las ganas de derribarlo y luego patearlo -se parecía mucho a mi padre, el cabrón-, y más cuando, al pasar, me dio los buenos días con su dentadura postiza jadeante. El aire era cálido y se alzaba un cielo azul propio para excursionistas, el anciano ciclista se alejaba y yo eché a caminar en dirección contraria  por el borde a lo que parece, a lo no demasiado lejos, una aglomeración urbana, abandonando el jodido pretérito de los narradores pueriles. Vuelvo, en ese instante, la mirada y ya no veo nada tras de mí. Todo se ha borrado, incomprensiblemente, y ya tiemblo ante la infeliz idea de no saber regresar. Pero sigo adelante, apoyado en mi reloj de pulsera, digital, japonés. Seguro que lleva incorporado algún dispositivo localizador, y eso me tranquiliza: ya me encontrarán, si me extravío. Y avanzo como un bípedo que recién ha descubierto que es bípedo y se aleja decidido de una nada hacia otra nada desconocida, entusiasmado de saberse dueño de su propio movimiento y sin importarle  el destino que le aguarda. Es fenomenal.
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sábado, 2 de marzo de 2013

Your love.

                                                                                                      
Esto no necesita palabras.






martes, 26 de febrero de 2013

Desánimo.

      Al parecer, me he ganado la confianza del jefe supremo, tal vez también la confianza de los sabios que lo asesoran o acaso no es más que otra prueba a la que someterme para entretener sus estudios y mostrar al mundo los avances sobre la abstracción y sus respuestas liberadoras o quizás tratar de conocer los abismos virtuosos de la traición. El caso es que anoche, junto con la cena, el guardia, inopinadamente recién afeitado, me trajo la noticia: mañana, nada más amanecer, me abrirán la puerta metálica y luego nadie obstaculizará los pasillos, el patio estará franco, y el alto muro de albayalde que nos rodea mostrará una abertura hacia el exterior por la que nadie me impedirá salir, solo, hacia los peligros de la libertad, con la promesa única de que habré de volver antes que anochezca. El guardia ha dejado un reloj de pulsera japonés en la bandeja y alguna murmuración, luego ha escupido y ha salido sin más, dando un portazo, dejándome estupefacto, la cara incendiada por el asombro y los pies paralizados de tal modo que aún sigo aquí, de pie, tratando de digerir estos excesos maquiavélicos. Ni que decir tiene que me pasaré la noche en vela, imaginando trayectos imposibles, encuentros aterradores, sonidos ya olvidados, el aire no viciado, el pelo de las mujeres, las risas de los niños  y el perfil del horizonte. También amo extraviarme, al menos aún conservo un leve recuerdo de esa intención juvenil, extraviarme para ser hallado en mitad de donde se ocultan aquéllos que huyen de lo impuesto, de lo convencional que te obliga invariablemente a no ser tú, indomables y perseguidos, pero no seré capaz, mis fuerzas han mermado y mi espíritu ha sido ya destruido de tal forma que sólo abriga ansias de paz. Además, llevo algunos días delicado de salud, me duelen las articulaciones de los tobillos, y hay momentos del día en que los intestinos se me rebelan, se vuelven incontrolables y he de acudir al reservado veloz si no quiero empantanar los calzones. Eso lo deja a uno a merced de todos  los enemigos posibles y a la compasión de los neutrales: al menos tengo la fortuna de no tener amigos por los que ser  traicionado o estafado. Ah, me voy debilitando lentamente, mi ánimo quedará derruido como muralla vieja. Tengo que dormir. 
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lunes, 11 de febrero de 2013

Aclaración.

  

 Me vienen diciendo, a veces con una insistencia agrónoma y que yo considero desprovista de toda maldad, que no entienden lo que escribo, que nadie puede entenderlo, y que es costoso de leer; que no llegan al final por más empeño que ponen y que, al cabo, se quedan con un resabio inquietante tras el intento. Vuelvo a, después de un decenio y pico, recordar lo que ya advertí entonces: yo escribo únicamente para dos personas, a saber, yo mismo y otra de la que guardaré secreto sepulcral y cosa de la que ella misma no es consciente. Todos los demás intrépidos lectores que sufren el tormento desigual y escasamente paladino de mi prosa me resultáis primorosamente indiferentes. Carezco de aspiraciones literarias, me importa un bledo la inmortalidad artística y cualquier virtuosismo, por mínimo que sea, que yo pudiera poseer. Lo mío es puro narcisismo terapéutico, así que dejadme en paz con mis artilugios y tortuosidades: admiraré y valoraré vuestro silencio tanto como el premio Nobel. 
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miércoles, 6 de febrero de 2013

El cuento estafador.





     Dan las doce, llevo dos días sin probar bocado invadido por una inapetencia que no sé a qué obedece ni cómo ha irrumpido y que me resulta, a pesar de todo, gozosa, germinal: he agarrado unos viejos papeles recién descubiertos y los he alisado; he empuñado un amedrentado lápiz y me he dispuesto a iniciar un cuento infantil con el que tengo previsto estafar a cuantos niños se atrevan a leerlo en el futuro. Quién sabe. Para acoger esta propuesta me veré obligado a una metafísica del desencanto, de hecho, ya me veo obligado a una metafísica del desencanto, acaso por mi debilidad física -sólo ingiero agua del grifo-, tal vez por esa inclinación propia de todo ser humano al abatimiento cuando se ha luchado durante tanto tiempo en una batalla ininterrumpida sin éxito y en la certeza de la derrota. No durará mucho este estado, digo en voz alta para que me oiga el guardia cuyas posaderas descansan sobre el suelo tras la puerta, soy invencible desde el momento mismo en que reconozco y sé todo lo anterior. El caso es, mancipados lectores del sistema, aprovechar el receso para florecer, dar cuerpo a ese cuento infantil y mostrar a la oxidación y al deterioro ávidos e implacables el fruto de mi estrafalaria creación. Quién sabe. Mi desconfianza no conoce límites, soy tan reservado que no puedo ni siquiera imaginar que estas penosas  frases salgan un día de aquí, de esta celda húmeda, mugrienta y mal iluminada, y vean la luz exterior, que imagino cegadora, y queden expuestas a la oxidación y al deterioro ávidos e implacables de cuantos dedos y ojos empercudidos  y hostiles traten de arrebatarle su justo sentido antes, digo, antes de que los limpios ojos y róseos dedos de hijos sobresalientes, chicos estupendos, criados en la pulcritud neoburguesa, en esa asepsia ideológica tan nociva para la humanidad que va generando vigorosos enfermos de enfermedades nuevas, desconocidas y probablemente irremediables, de imposible tratamiento ya, no mortal, pero sí extenuante, cuyo remate es la imbecilidad más absoluta, digo, se atrevan a hundirse en mis palabras. Mi idea es aprovisionar, ahora que tengo la lucidez del desencanto, de cuantos nutrientes sea capaz mi pensamiento para hacer frente al frío y duro invierno que se aproxima. Asumo el papel de forense, y en cuanto lance un alarido aterrador -el guardia se apresurará a maldecirme- me pondré a la tarea. El cuento empieza así: Nunca fue una vez que el maestro obligó a todos los alumnos a mostrar sus manos para comprobar que en ellas no había restos de tinta...


viernes, 18 de enero de 2013

El perro.



Entre las brumas de un mal sueño y el coyuntural dolor de todo mi cuerpo retumbaron los golpes metálicos y los chirridos, por ausencia de engrase, de los goznes de la simbólica, pero muy próxima ya a lo real, puerta herrumbrosa que me impide cada día, las veces en que a lo largo del día me acuden las ganas, con sus gruesos cerrojos, salir, no ya a la libertad peligrosa, sino ni tan siquiera al patio en donde alguna vez alguien pudiera contribuir al desarrollo de mis escasas habilidades sociales, haciendo un gran esfuerzo, sin duda, llegando al desaliento, digo, o ver un pájaro o ver hasta el vuelo de un pájaro, aunque la mayoría de los días ni me vienen esas ganas, y eso que me ahorro, de tan melancólico que ando, etcétera, y entonces, junto con los golpes y los chirridos y los cerrojos se abrió y yo miré displicente, legañoso, sumido en mis coyunturas doloridas, y vi la sucia bota del guardia junto al hocico de un perro que se adentraban  en mi húmeda celda dejando un susurro descuidado de jadeos en mis pabellones auriculares. Me incorporé atónito en un crujido de articulaciones y huesos desencajados sobre el jergón habitado por una infinita cantidad de toda clase de bichos y los encaré, al guardia fétido y al perro, pequeño, afanoso, rojizo y de vivos ojos negros que se lanzó a lamerme con la desvergüenza propia de estos cuadrúpedos, con una expresión indefinible. La  del guardia, como siempre, era una expresión impaciente y poco cultivada, claves, desde luego, para el afianzamiento de su inmaculada estupidez carcelaria y su nunca saciable crueldad: un lerdo, vamos, por antonomasia. El can, colmado ya de sus lamidas, rastreó entonces la estancia, de esquina a esquina, con una celeridad graciosa, como apoderado de un sentimiento de añoranza indescifrable. Al cabo de unos minutos ocurrió algo extraordinario...

domingo, 2 de diciembre de 2012

Carta a mi novia.

    No pudiendo conciliar el sueño, cosa rara en mí y aquí, donde reina una calma de la que soy súbdito, cómo no, porque ejerzo un dominio absoluto sobre mis pensamientos, es decir, los alejo constantemente, a pesar de los esfuerzos de mis observadores y de sus hostiles guardias, digo, agarré uno de los pocos libros del estante de la pared oeste, al azar, con el propósito de esparcir mi mente y sosegarla, un libro gastado en sus cantos, las hojas fatigadas y amarillentas, los entresijos quebradizos y amenazando con sutiles crujidos imperceptibles deshacerse, un libro de relatos de Samuel Beckett que me pertenece desde tiempos anteriores a mi cautiverio y que llevo conmigo desde entonces sin que nadie, me refiero a amigos de lo ajeno y también a censores y de igual manera a gente estúpida que es la gente que provoca la mayor parte de las pérdidas involuntarias que sufrimos los que amamos algunas y pocas cosas, como yo este libro, que no es cualquier libro, sin duda, yo he olvidado libros, los he arrojado al fuego, los he abandonado en manos arbitrarias sabiendo que nunca los recuperaría, etcétera, en definitiva, porque eran libros que carecían de valor para mí, libros inservibles, vomitados por escritores inanes con la única idea de la prepotencia o el afán de lucro, cualquiera sabe, me lo arrebatara. Entonces, como siempre que  echo mano a este libro, lo abrí con delicadeza y a voleo y justo así, sobre mi regazo harapiento y desde sus páginas, cayó una cuartilla manuscrita con fecha de mil novecientos setenta y ocho y que, a lo que parecía, yo tenía en el olvido y, a lo que parecía, parecía una carta a una novia que tuve por aquellos, no años, sino meses, que es el tiempo que me suelen durar a mí las cosas inmateriales, y aquí incluyo, además del amor, la desesperación y la alegría. Dice así:

     Voy a tener que regañarte. ¿Por qué no me dejas desarrollar y cumplir mi sueño? Tan bien sé como tú que todo es un alarde de mentiras, el mundo real y el inventado, todo aquello que construye el hombre, mentira, los sueños, las islas, el amor, drogas alucinantes. Siempre el fracaso, la ruina, el desmoronamiento, toda clase de muertes. Mientras permanecemos, hay que agarrarse a cualquier suerte de mentira. Eres una mujer, una mujer, eres una mujer, me digo muchas veces. Y la mujer nos hace demonios, no cualquier mujer, nos hace demonios, pero buscamos ser un demonio en una mujer, no un súcubo. Un fenómeno convulso que nos retenga. ¿Por qué hablaré en plural? La insatisfacción, siempre la insatisfacción, como una voracidad incumplida que nos corroe o nos desmenuza, que nos deja las piernas fláccidas y nos acaba derribando, y en el suelo, somos trapo ya. Me pregunto si debo continuar. ¿Te estás dando importancia en tu insistencia en proclamarte pequeña e insignificante? ¿Crees que yo me fijaría en alguien con esa estampa y me querría dejar comer las entrañas o comerle yo las entrañas, aun siendo mujer bonita, joven y por eso mismo deseable? Tengo un punto de mezquindad: no me atrevería si fueras fea, o gorda, o defectuosa en algún grado, porque entonces sí serías un monstruo verdadero por dentro, un monstruo que habría ido consumiéndote de fuera hacia dentro y te convertiría en una mujer repulsiva y de la que habría que alejarse, si no huir. Pero tú, mi inteligente Laura, eres un monstruo, en el caso de que lo fueras, de dentro para fuera, que te iría dominando las horas con precipitación desmesurada, y que apenas te daría descansillos, recesos de lucidez común que nada me dicen, ni me sirven, ni busco -de esa lucidez común, tan aburrida, vivo rodeado, qué digo rodeado, ahogado ya. Entonces, según tú, me empobrezco manteniendo esta relación epistolar con un ser tan común como y tan insípido. Prohíbemelo. Todo cuando me prohíbes lo acato, soy así de sumiso con quien sabe apreciarme. Me adentro en mi marasmo. Ten una cosa clara: no quiero nada de ti, nada de lo que querrían otros. Y eres una mujer, una mujer. Tampoco renunciaría, pero eres algo inalcanzable, y mi espíritu de lucha ha mermado tanto en los últimos tiempos que no daría ni para una adolescente virgen y por tanto inexperta. Nos seguiremos engañando, si te parece bien, y escondiendo la precariedad, alternando los antes y los después, nosotros, tan avezados ya en la inutilidad de todo, pero no desesperanzados ni desconocedores de lo que valen los intentos para nutrirnos en el camino. Recapitulo...

    Bruscamente concluye, inacabada, y siento brotar las lágrimas de mis ojos ante el fárrago epistolar cuyo recuerdo viene a lastimarme y, de  camino, a desear arrojarme al lecho con una contundencia que asusta la vigilia: caigo rotundamente dormido.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Lo inevitable.

     

     A veces, en días turbios como éste, miro los ángulos de mi celda con arrobo y hasta devoción, y en interludios inexplicables me da por creerme un hombre afortunado. No cualquiera saca provecho del tiempo que pasa mirando los vértices de las habitaciones, lo cual me acerca mucho a la excepcionalidad, por infantil que parezca, y me provoca, de paso, un sosiego de pantano, de culebra, de hoja, de interrupción; ni cualquiera acertaría como yo a mantener el fiel de la balanza espiritual tan en su sitio. En la encrucijada de lo inevitable, es decir, donde me encuentro ahora y ya desde hace un tiempo imposible de calcular, ceniciento, custodiado por guardias que han sido asesinos antes y volverán a matar cuando sean despedidos de aquí, porque habrán de ganarse la vida, digo yo, y no saben hacer otra cosa, es fácil dejarse arrastrar por pensamientos como los míos, colgar la vista en el rincón elegido del techo y creerme un hombre afortunado, como, por degradado que parezca, ningún otro ser. Es pura astucia. Ahora, por tanto, estoy en éxtasis, y he esquivado todas las interrogantes que me llovían como lanzas con la agilidad de quien no es capaz de resolverlas y les muestra toda su indiferencia, de brisa, de tallo, de pájaro, de comprensión. ¿Qué sabemos los encerrados del tiempo sin medida, de los sillares que nos encierran, de puertas que rara vez se abren, de los férreos barrotes de los vanos, del fétido aliento común a todos los guardianes, del silencio y la soledad? Nada. Qué vamos a saber. Sabemos de lo indestructible, de la naturaleza de inventados itinerarios y de otros asuntos prácticos que apenas sirven para sobrevivir en estas condiciones de sillares inexpugnables, puertas  infranqueables, barrotes indomeñables y fetidez. Para qué voy a extenderme sobre la gravedad de estas acusaciones, ahora, recién afeitado, el cabello corto y limpio, el cuello perfumado y la lámpara vistiendo de luminosidad la parte de la estancia que es objeto de la paz de mis ojos, la que me convierte, en días turbios como éste, en un hombre afortunado. Quienes se han venido ocupando de mí todos estos años aciagos yerran si creen que sus esfuerzos han sido recompensados de alguna forma. Las conclusiones a las que han llegado son todas falsas, yo he sabido conducirlos a esas ciénagas del conocimiento con la astucia del superviviente más avezado. Y no pienso pagar por ello. Otro día reflexionaré sobre los lentos movimientos discontinuos. ¡Guardia!